viernes, 19 de noviembre de 2010

Crónicas bostonianas

A pedido del público, y como no podía ser de otro modo, vuelven las infaltables crónicas, esta vez en formato facebook, ya que hay que estar a tono con los tiempos.


El pasado domingo, después de un largo y apacible viaje, o mejor dicho dos, sólo alterado por las quejas de una criatura que manifestaba insistentemente sus disconformidad a ser separado de la tierra que hace tan poco lo vio nacer, y cuyos padres parecían aplicar a rajatabla el método Ferber, arribé a la ciudad de Boston, que al igual que Tucumán, es considerada cuna de la independencia, aunque sin empanadas.

No más llegar me dirigí a la oficina de Hertz, ya que tenía reservado un auto de alquiler para movilizarme por acá. Ahí tuve que discutir con una empleada que no me quería reconocer mi licencia de conducir, por ser de provincia, pero finalmente ser rindió ante la evidencia. Me tocó un Toyota Camry color rojo, del cual me costó no poco desprenderme, y de hecho estuve pensando seriamente en cómo hacer para llevarlo rodando hasta Parque Patricios evadiendo los doce controles fronterizos. Aun así, los primeros minutos de esta relación fueron algo conflictivos, y me llevó cierto tiempo adaptarme. Reviví por momentos mi experiencia en Jordania con el recordado Salami, pero al final me acostumbré bastante pronto, y gracias a él y al valioso GPS conseguí llegar a sitios a los que nunca podría haber llegado de otra forma. No fue así, sin embargo, el primer viaje hacia el hotel. Parece que en la dirección que publican en internet estaba mal la localidad, y así fue que el GPS no encontró esa dirección. Yo tenía que ir al número 25 de una avenida, y me dejaba elegir sólo números del 400 al 500. Yo dije, ma’ sí, le clavo 400 y una vez ahí bajo hasta el 25 y pelito para la vieja. Craso error. Pronto me di cuenta de que las numeraciones acá están alejadas de todo sentido común. Pereciera que repartieron los números al tun-tun sin ningún orden ni concierto, así que después de dar varias vueltas por las inmediaciones tuve que reconocer, muy a mi pesar, que me hallaba extraviado. A todo esto, eran las cuatro y media de la tarde y comenzó a anochecer. La noche se cerró sobre un camino suburbano sólo rodeado por bosques, y alguna que otra cabaña cada tanto. Era el escenario ideal para que surgiera Jason cierra en mano. Hasta un lago había. Ahí recordé la vieja frase “preguntando se llega a Roma”, pero no supe bien de qué me valía, ya que mi intención no era dirigirme a Roma, por lo menos en ese momento, pero pronto me di cuenta de que si se podía llegar a Roma, lo mismo se podría intentar llegar a cualquier otro lado con solo cambiar el nombre del destino deseado al hacer la pregunta, y puse en práctica esa teoría en una estación de servicio que encontré. Para mi sorpresa, la teoría funcionó y a los pocos minutos ya estaba haciendo mi ingreso al hotel. Mi siguiente desafío fue conseguir algo para comer. En el hotel ya no servían porque sólo ofrecen desayuno, y en los alrededores no había más que bosques. Menos una construcción medianamente iluminada que se veía en la distancia y que daba la impresión de contener comida en su interior. Me dirigí raudo hacia allí, esperando encontrar aunque sea una hamburguesería, o algo así, y me topé con un cartel que decía “La casa de Pedro – latin cousine”. Me clavé, ni lerdo ni perezoso, unos medallones de cerdo con un preparado alrededor que parecía ser una fusión de la cocina de todas las regiones al sur del Río Grande. Aún así estaba sabroso, y después de eso, siendo recién las siete de la tarde, pero agotado por el viaje y acusando la falta de sueño por culpa de Ferber, me retiré al sobre.

Al otro día me apersoné, GPS mediante, al lugar donde tenía que tomar el curso, sin grandes dificultades, mitad porque era cerca y mitad porque se ve que acá sí la dirección estaba bien escrita. A la noche de ese día (la noche acá da comienzo a las cinco de la tarde) me dirigí a las instalaciones del MIT (Massachusetts Institute of Technology) no porque me moviera un interés científico sino porque me habían pasado el dato de que por ahí se hacía una práctica de tango. Encontré el edificio bastante fácil, pero no así la practica en sí. Después de recorrer varios pasillos y escaleras, me pareció reconocer el grave rezongar de los fuelles en la distancia. Hacia allí fui, y efectivamente, me encontré en un saloncito a un pequeño grupo de personas bailando tango. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando nomás verme entrar me dijeron sin dudar: “No, acá no es. Es en el sexto piso”. Fui entonces al sexto piso, y ahí sí se estaba armando una práctica mucho más grande, que poco a poco se fue poblando de ansiosos bailarines.

Al otro día, martes, contrastando la información que yo ya tenía con la que me pasaron el lunes, me fui para el barrio de Cambridge. Primero me clavé unas croquetas de papa con una cerveza de no sé donde en la taberna Bukowsky y luego, ya satisfecho el apetito, hice presencia en la milonga de la Lylipad Gallery, que era un lugar de reducidas dimensiones aunque bastante interesante, con la ventaja de que ya conocía a algunas personas, lo que me hacía sentirme ya casi parte del ambiente.

El miércoles, en cambio, enderecé para Somerville, que suena lejos pero es todo ahí adentro de Boston. Primero hice una parada en el pequeño restaurante Machu Picchu, donde di cuenta de unas brochetas de pollo a la huancaína con una cervecita Cuzqueña que sentó bastante bien; y luego me fui para la Dance Union, donde tenía lugar la milonga de los miércoles. Ahí había bastante gente, aunque hay que decir que las damas presentes ya no se cocían al primer hervor, por no decir que sus respectivas edades difícilmente se encontraran entre los números de la ruleta. Aún así me quedé un rato, porque en el fondo eran amables, y se preocuparon de presentarme a otras personas (sobre todo a otros argentinos, por alguna razón), y así, de presentación en presentación, se fue haciendo la hora de irse.

El jueves tocaba otra ven en el MIT, así que fui ya con más seguridad. Sin embargo, al llegar al lugar donde se había hecho la práctica el día lunes, me encontré con un grupo de personas bailando tango que nomás verme me dijeron: “No, acá no es. Hoy se hace en otro lado”, y a continuación me dieron una larga serie de indicaciones, en inglés, sobre cómo llegar. Por alguna razón, llegué. El salón este era mucho más grande que el del lunes y también había mucha más gente. La milonga se extendió hasta las once de la noche, hora en que ya es más que prudente retirarse a dormir, más no se les puede pedir. A la salida me invadió un apetito voraz, y ya estaba pensando en cómo hacer para encontrar comida a esas altas horas de la madrugada. Por suerte, como en el MIT está lleno de inventores, se ve que inventaron los locales que cierran tarde, y así fue que encontré un lugar que hacían burritos, y me clavé uno de cerdo. La vuelta de ese día fue un poco accidentada, porque el GPS se pegó un viaje y empezó meta mandarme por un túnel para acá, por un puente para allá, otra vez para el otro lado, vueltas en redondo, etc. (Cabe aclarar que durante todos estos días, gracias a deslindar responsabilidades en el GPS, yo nunca llegué a saber donde estaba parado). En una me quería hacer meter un una autopista con peaje. Me negué rotundamente a pagar peaje a la vuelta, siendo que no había pagado a la ida, y traté por todos los medio de evadir esa alternativa. La mejor solución que encontré fue alejarme de ahí lo más posible hasta que al tipo se le ocurriera diagramar otra ruta. En una me vi arriba de un puente que desembocó de pronto en un lugar muy parecido a Dock Sud. En un momento hasta se acercó uno a pedirme una moneda, haciendo con los dedos índice y pulgar el clásico gesto de un circulito. Lo dejé en una nube de polvo que todavía debe estar tosiendo y me alejé lo más rápido que pude. Cuando me pareció que el GPS había recobrado la cordura, le volví a hacer caso, y así finalmente llegué al apacible hotel.

El viernes ya tuve día libre, así que me dediqué a recorrer un poco. Fui primero al museo de ciencias, que estaba muy bueno pero me habría gustado más visitarlo hace quince o veinte años. Después hice el Camino de la Libertad, que es un recorrido a pie por el centro de Boston con una guía que va relatando sucesos históricos de interés. A la salida de ahí fui otra vez para el MIT, pero no a una milonga, si no al pequeño museo que tienen, donde exhiben prototipos de robots, inventos raros, y otras cosas por el estilo. Después intenté ir al Museo de Bellas Artes, pero por alguna razón ese día cerraba temprano y ya se estaban yendo todos, así que me salve de pagar el precio exorbitante que exigían como entrada. Al anochecer, después de un baño reparador, me fui para el barrio de Medford, a una milonga que estaba bastante bien, y creo que fue en suma la mejor que conocí acá.

Al otro día ya no tenía mucho tiempo de hacer nada porque el vuelo a New York salía al mediodía, todavía tenía que devolver el auto, y no quería andar a las apuradas. Así que desayuné y me dispuse a comenzar a escribir la presente crónica que aquí llega elegantemente a su fin.

Salute!

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