lunes, 23 de febrero de 2004

Crónicas parisinas II

Al fin y al cabo, somos lo que hacemos
para cambiar lo que somos.
Eduardo Galeano

La bohemia es linda;
pero te cagás de hambre.
Virulazo


Hola, qué acelga?

Acá andamos, pasando un frío cada vez más lacerante. El otro día chupé tanto frío que se me enfrió la cara del lado de adentro; esto es, tocándome con la lengua las mucosas internas se sentían frías como si estuvieran del lado de afuera, y no entro en más detalle por si están comiendo, pero le sensación era, al menos, un poco impresionante.

En otro orden de cosas, no es que me esté yendo demasiado mejor. Hasta ahora fui a distintas milongas de martes a sábado y la verdad es que me estoy decepcionando un poco. Pensé que las milongas parisinas iban a ser mucho mejor, pero parece que no es así. (Y no es que me esté equivocando de lugares, porque me informe bastante y todo el mudo dice que esos son los mejores). El nivel de baile también deja bastante que desear. Llevo desde hace varios días dolores crónicos en la espalda, el brazo derecho lo tengo medio acalambrado desde el hombro hasta el codo, acusé resentimiento en las rodillas, y los pies ya los tengo por completo arruinados, porque encima me traje unos zapatos muy duros y bailando todos los días me malogré. Encima, ni siquiera puedo gratificarme mucho llenando el buche, porque ni teniendo más guita que Canaro se puede acá dar uno algún gusto. Para que vean, por ejemplo: Un café con leche, €3,5; una comida más o menos digna, €15; un porrón de Quilmes de 330 ml, €4; un mojito, €8; una empanada y encima de pollo, €4; una porción de queso y dulce, €5; un fernet avec coca cola, €8; un flan, €4; con dulce, €5; un agua mineral €2,5; con gas, €3; fría €5. Y lo peor no son las comidas: un peine, €13,6; un adaptador para enchufe de 220 (pero eso sí, universal), €15; una entrada a la milonga, entre €5 y €6; una entrada al Louvre, €8,5 (conviene la milonga toda la vida); un viaje en taxi, llegué a pagar más de €13.

Pero eso sí, en lo laboral, la cosa está empeorando. La relación con el conde se resintió mucho desde que, viendo en mi PC una foto de Gardel, me preguntó si se trataba de Al Capone. Terminar de decir eso y estar yo despidiéndome hasta el otro día con un sonoro portazo fue uno y el mismo acto. Más tarde, reflexionando, condescendí a volver a trabajar a su lado; aunque el trabajo en equipo se complica mucho al no dirigirnos la palabra.

Por suerte, la semana pasada llegó a este paraje, el apreciable Tucu, que para los que no lo conocen es uno de Alcatel que, como su nombre lo indica, proviene de la tierra de las empanadas y las cacharpayas. Con él nos fuimos el sábado a pasear por Montmartre (abismo del otario, puerto del vivo), donde sucumbieron tantos bohemios en otros tiempos, desoyendo, tal vez, la sabia advertencia de Virulazo. Por suerte pasamos y salimos, aunque no fue tan fácil sortear las insistentes invitaciones (valiéndose a veces hasta de medios físicos) de la gente interesada en que conociéramos su local. Esquivando zarpazos recorrimos todo el Boulevard Clichy, donde la lluvia de otoño mojó los castaños, Place Pigalle, el mítico Moulin Rouge, etc. También fuimos a Sacre Coeur, desde donde pudimos ver una panorámica de todo Paris, aunque medio oculta por una importuna neblina. De ahí nos fuimos caminando con rumbo sur, y pasamos por la Ópera, por un monumento altísimo con una estatua en la punta, al que no dudamos en llamarle obelisco, por los jardines de las Tullerías, y así caminando llegamos hasta Montparnasse, con los pies más arruinados que nunca, donde no hicimos más que parar a tomar un chocolate caliente porque ya estaba anocheciendo y estábamos a medio congelar. Después de eso nos fuimos a nuestros respectivos hoteles, nos cambiamos y fuimos a una milonguita que se hace los sábados, donde nos tomamos las Quilmes más caras del mundo y donde el Tucu se aburrió un rato (aunque lo niegue) antes de hacer su anhelado mutis.

El domingo me levanté temprano y me fui a visitar el Louvre, con más tranquilidad que la última vez, cuando lo recorrí casi en patineta. Ahora me tomé más tiempo y creo que lo visité todo. Este interesante link http://www.louvre.fr/ me exime de cualquier comentario sobre la visita. En saliendo de tan célebre establecimiento, me mandé algo al buche y a la tarde me dirigí con paso firme y seguro a una milonga que me dijeron que era, por lejos, la mejor de Paris, y que se hace una vez al mes. El error fue, sin duda, fiarme en demasía de la información con la que contaba que, visto ahora a la luz de las consecuencias, era bien escasa. Pero tan seguro estaba que desdeñé cualquier información adicional y me dirigí a la estación de metro que me habían dicho, saliendo de la cual, me tendría que haber encontrado con un enorme cartel luminoso con el nombre de la milonga, que por poco tendría que haberme dado en la cara nomás pisar el último peldaño. Salí con cuidado de la estación, pero no sólo nada me dio en la cara, sino que después de buscarlo durante largos y gélidos minutos por todo el barrio, no he podido dar con él ni, por consiguiente, con la milonga; por lo que me tuve que volver con la frente marchita a la soledad del cotorro.

Ayer, ya mejor informado, sí conseguí llegar a otra milonga que se hace los lunes donde todo el mundo no hacía más que comentar lo buena que había estado la milonga de ayer y donde tuve la oportunidad de estudiar nuevas facetas de este lenguaje prebabélico que les comentaba la otra vez, al que ahora además de gestos se le incorporan onomatopeyas, enriqueciendo notablemente las posibilidades del mismo. (Estoy escribiendo un breve estudio sobre este lenguaje, que también he dado en llamar neo-adámico, donde desentraño sus principios básicos con el apoyo de ejemplos y ejercicios prácticos, que espero terminar y enviarles pronto). Alentado por el progreso de mis posibilidades comunicativas, me quedé como hasta las dos de la mañana, hora en que cerraron el boliche y nos invitaron a retirarnos.

Ahora estoy de vuelta en el trabajo, acusando las consecuencias de un sueño corto. Hace frío en la sala de equipos, me duelen los pies. Dejo esta crónica no se para quien, esta crónica que ya no se de qué habla...

lunes, 16 de febrero de 2004

Crónicas parisinas I

El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea,
porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.
Fernando Pessoa

Carancanfunfa se hizo al mar con su bandera
y en un pernó mezcló a Paris con Puente Alsina.
E.S.Discépolo, El Choclo
Hola, cómo les baila?

Yo acá estoy, tratando de adaptarme a la vida parisina, lo cual no me resulta muy fácil que digamos, sobre todo para hacerme entender, y eso que me esfuerzo. Lo que pasa es que estos franceses tienen el oído muy cerrado y les cuesta mucho entender a alguien que no hable con el acento al que están acostumbrados. Así y todo me las estoy arreglando bastante bien para viajar, comer y hacer todo lo necesario.

En el trabajo por suerte, como hay más variedad étnica que en la sede de la ONU, hay muchos que hablan inglés; o no tanta suerte, porque a algunos es más difícil entenderles en inglés que en su lengua nativa, sea cual fuere. A mi, por ejemplo, me pusieron a trabajar con un rumano, con el que mal o bien nos estamos entendiendo bastante, por lo menos en los temas laborales, y es que mucho más no hablamos. Yo tengo ganas de preguntarle si es descendiente de Vlad Tepes, el Empalador, pero a lo mejor se enoja, y en ese caso mejor que no lo sea. Lo que estoy haciendo es tratando de averiguarlo por mi cuenta, sin que lo note (porque estoy seguro de que si es rumano no le queda otra que ser descendiente directo del sangriento conde Vlad Dracul); entonces estoy pensando en preguntarle, por ejemplo, si le gusta la salsa provenzal y si hace cara de asco, confirmado; o directamente exponerle una cruz en plena cara, a ver el grito que pega. Ahora que pienso, desde que llegué a Paris que está nublado, así que nunca lo vi expuesto al sol directo; esa es una buena señal, ya lo quiero ver cuando se despeje, a ver dónde se mete. En fin, ya los mantendré informados de mis averiguaciones.

Otro tema interesante es el de las milongas. En estos días, y mediante un complejo modus operandi que no viene al caso revelar en este momento, conseguí los datos de varias milongas parisinas donde ahogar la nostalgia entre copas de pernó. Así fue que ayer me apersoné por primera vez en una de ellas, con una prudente expectativa. Quedaba en un barrio bastante alejado, al que llegué mediante tres combinaciones de metro, ya que yo también estoy en un barrio bastante alejado. Para mi sorpresa, el lugar era un restaurante kurdo, en cuya planta superior se organizaba tan amena reunión danzante. Llegué temprano, a eso de las nueve, por lo que no había mucha gente, con lo cual mi expectativa, aunque prudente, amenazaba con ser exagerada. El lugar era chico y de techo bajo, con una serie de cuadros sobre las paredes de dudoso valor artístico. Había dos o tres parejas bailando y un señor mayor, de traje marrón, que, en la penumbra reinante, se dedicaba a observar los cuadros minuciosamente, alumbrándolos uno por uno con una linterna, que entre cuadro y cuadro procedía a guardarse en el bolsillo, extraña actividad que me produjo la misma sensación de irrealidad que la lectura de Kafka. Al rato, por suerte, la pista se fue poblando con más gente y la realidad fue ganando terreno. Sin embargo, más tarde, la realidad se vio nuevamente amenazada cuando distinguí entre los presentes al famoso y nunca bien ponderado milonguero y coiffeur (anche pintor y letrista) Juan Carlos, quien hace siete meses que está recorriendo toda Europa vendiendo fotos y peinando cabezas. El hecho es que fue la única persona con la que pude hablar de corrido, ya que acá, al problema de entenderse bailando, se suma el de entenderse hablando. Por ejemplo, de las personas que conocí, había algunas que balbuceaban un castellano muy rudimentario, con las cuales algo me pude entender, otras hablaban inglés, y el resto no hablaba más que francés, con lo cual no quedaba otra que hablar en una especie de lengua prebabélica con apoyo gestual, que a la larga tampoco servía de nada pero resultaba divertido. Así, entre pasos de baile y muecas, fue pasando el tiempo hasta que fue hora de irse. A estas alturas el metro ya no funcionaba, por lo que no me quedó otra que tomarme un taxi y hacer frente a las onerosas consecuencias. Lo único bueno fue que al subir al taxi y decirle al tachero "Porte d'Orléans" me entendió nomás en el segundo intento, con lo cual vine a comprobar que los franceses están empezando a afinar el oído.

Así al fin llegué al hotel, donde después de un breve pero reparador sueño, quedé listo para una nueva jornada laboral con mi amigo el conde, quién hoy apareció con un chichón en la frente, ya que según dice, se levantó de golpe al oír el despertador y se olvido de abrir la tapa.

Bueno, saludos para todos y hasta pronto,

Diego.