jueves, 25 de noviembre de 2010

Crónicas neoyorkinas



Atención pido al silencio, y silencio a la atención, que voy en esta ocasión, si me ayuda la memoria, a mostrarles que a mi historia le faltaba lo mejor. (Esto es para que no vengan ahora con que me abacané por haber pateado la Quinta Avenida de arriba a abajo y oteado el contorno de Manhattan desde la punta del Rockefeller Center. Yo no me olvido de mi background.)

Pues bien, arribé a la ciudad de Nueva York el sábado por la tarde, y me dirigí derecho al hotel que había reservado, mediante el metro. Hay que aclarar que si en Boston viví por unos días el American way of life, en Nueva York lo cambié por el American Immigrant way of surviving. Cambié el Toyota Camry por el metro y el lujoso Hampton Inn por un alojamiento que yo mismo en mal momento elegí, que ni hotel se le puede llamar y que tenía como únicas ventajas que era barato y que estaba ubicado en Little Italy, barrio que me interesaba especialmente recorrer ya que una de mis principales motivaciones de estar allí era visitar personalmente algunas de las locaciones más famosas de la película El Padrino. Así que sobre el hotel no hablaré más para no amargarles la vida, baste decir que al lado suyo, el aguantadero en el que se escondía Clemenza durante la guerra de las cinco familias era un penthouse. Ese mismo día no hice mucho porque al llegar ya estaba anocheciendo, así que sólo fui a caminar un poco por el barrio a ver qué encontraba. Pasé por el 128 de la calle Mott y contemplé el edificio Mietz, donde funcionó en un principio la Genco Olive Oil Company. Estuve tentado de comprar unas naranjas en los típicos puestos callejeros, pero temí la desgracia. Seguí entonces caminando hacia arriba por la calle Mulberry y visité la vieja Iglesia de Saint Patrick, donde fue bautizado Michael Rizzi Corleone. Después volví a bajar por la calle Elizabeth, por donde se hacía una famosa procesión religiosa, y hasta creo que identifiqué la puerta contra la que mataron a Joey Zasa desde un caballo. Después de tan emotiva recorrida, volví al “hotel”, y me apresté para dirigirme a una milonga que se hacía esa noche cerca del Madison Square Park a ver si en una de esas me encontraba a Mary, Peggy, Betty y Julie. Las rubias no estaban, pero la milonga no resultó del todo mal.


Al otro día domingo, me desperté por primera vez en la ciudad que nunca duerme, me calcé mis zapatos vagabundos y me lancé a recorrer. Primero intenté ir a desayunar y me costó sobremanera encontrar algo como la gente, ya que todo traía huevos, jamón y chorizos a la sidra, y, aún para mí, para esa hora era mucho decir. A la salida de ahí me interceptaron unos señores de tez tiznada que ofrecían paseos en buses por toda la ciudad y, como yo ya estaba buscando algo así, acepté uno de los paquetes más completos a cambio de una cuantiosa suma de dinero. Lamentablemente no tuve tiempo de hacer todo, pero igual valió la pena. Primero me subí a uno que encaró para el “downtown” e iba guiado por un tipo parecido a Woody Allen, a cuya dificultad para entenderlo se sumaba que iba comiendo un sánguche. Primero pasó por la zona de los teatros, el Carnegie Hall y El Savannah Hotel, donde mataron a Carmine Cuneo en una de sus puertas giratorias. Después pasó por el Empire State (pero no valía la pena subirse porque había mucha cola y a mí no me sobraba tanto el tiempo) y tras cartón agarró para la zona del Soho, el Barrio Chino, Wall Street, y pegando la vuelta pasó por abajo del puente de Brooklyn, la sede de las Naciones Unidas, etc. hasta que llegó al Rockefeller Center, ahí me bajé un rato a estirar las piernas, y por otra importante suma de dinero, conseguí entradas para subir. La primera sorpresa fue encontrar exhibida en la planta baja una foto de Gardel. Al edificio se sube en ascensor hasta el piso 67 y después por escalera hasta el 68 y 69. La vista desde ahí arriba es muy buena, se ve lo que se dice toda la cuidad y no se puede evitar exclamar, como lo hiciera el susodicho, “Look! New York!”.

En saliendo de ahí, y ya que andaba cerca, me fui para el Museo de Arte Moderno (MoMA). Hay que decir que muchas de las obras expuestas tienen más de moderno que de arte, pero la cosa empezó a mejorar en el quinto piso donde hay muchas obras de Picasso, Matisse, Rousseau y otros artistas con doble s en sus apellidos. A la salida tenía que pasar al baño, pero me abstuve por miedo a terminar orinando una obra de Duchamp.


El resto de la tarde me la pasé caminando por donde más me parecía. Al llegar a la 5ª avenida y la 42, como ya estaba empezando a refrescar a esa hora de la tarde, temí la ola de frío y me refugié en la Biblioteca Pública de Nueva York, ya que aseguran que es el lugar mejor preparado para esas emergencias. Después de ahí ya fui rumbeando para el hotel, a tiempo de prepararme para el bailongo de los domingos que se hace en el Manhattan Ballroom Dance. Era un lindo lugar, y en general estaba mejor que la del día anterior, aunque todas las milongas que había conocido hasta ese momento, tanto en NY como en Boston tienen la desventaja de que carecen de barra de bebidas, por lo que no hay posibilidades de tomarse un fernet como Dios manda. A lo sumo los organizadores llevan algunas bebidas y vasos plásticos que sirven por lo menos para aplacar la sed, pero no es lo mismo.


El día lunes traté de despertarme temprano y buscar un lugar donde desayunar como la gente. Me llamó la atención que ahí por el barrio italiano, si bien había muchos bares, la mayoría estaban cerrados a esa hora. Al fin encontré uno abierto y ahí al menos me pude clavar un café latte con un croissant enorme, que fue lo más parecido que encontré en toda Nueva York a un café con leche con medialunas. De ahí me fui para una de las paradas de estos buses turísticos, ya que todavía me quedaba recorrer el “uptown”. Me pasearon primero por Times Square, el Lincoln Center y el costado oeste del Central Park. Cuando vi los patos nadando en el lago no pude evitar pensar qué pasaba con los patos en invierno, cuando el lago se congela: ¿emigran por sus propios medios o los cargan en un camión y se los llevan a otro lado? Pasamos también por el Museo de Historia Natural, el edificio donde mataron a Lennon (esto en la vida real), y la Catedral de St. John el Divino, de la cual había oído decir que era la más grande del mundo. Ahí me bajé para mirarla un rato por adentro. Era en efecto bastante grande, aunque recuerdo otras catedrales que me impactaron más, tal vez por su decoración, quién sabe. Al salir me subí a otro bus que enderezó para el lado de Harlem, pasó por el teatro Apollo, el mercado del barrio, etc., y pegando la vuelta por el lado este del Central Park llegó al museo Guggenheim, que tiene una construcción muy curiosa en forma de espiral. Ahí también me bajé para ver la colección, que es sobre todo de artistas europeos del siglo XX. La intención era también ir al museo metropolitano, que está por ahí cerca, pero estaba cerrado ese día, entonces me volví a subir al bus para terminar el recorrido y así pude apreciar, sobre el lado sur del Central Park, la augusta figura de bronce del Libertador.


A la tarde, después de haber estado yirando un poco por ahí, me puse a revisar los tickets que me habían dado los morochos del bus y encontré que entre todo eso había uno para andar en barco; así que me fui para donde salía y, después de mandarme a bodega un sánguche de pollo con una cervecita, me subí a una especie de ferry que nos llevó a dar una vuelta de unas dos horas. Fue bueno poder contemplar la ciudad desde cierta distancia. Nos paseó por adelante de la estatua famosa, por abajo del puente de Brooklyn, y al fin pegó la vuelta para volver al punto de partida. Al llegar ya había anochecido redondamente, así que haciéndole caso a Duke Ellington, me tomé la línea A y me fui para el hotel.


Esa noche tuve otra grata sorpresa, ya que la milonga de Lafayette Grill se hacía en un bar y, si bien no conseguí fernet, por lo menos pude degustar un sabroso martini entre tanda y tanda y en grata compañía de gente conocida.


El martes era ya el último día y me levanté lo más temprano que me lo permitió mi estado físico, ya que el trajín de los últimos días había sido importante. Dejé el equipaje en el hotel y, ya más canchero, me fui a desayunar un café latte con dos sfogliatellas. De ahí me fui para el museo Metropolitano, al que no había podido entrar el día anterior. El museo ese es enorme, y tendría que haberlo visitado con más tiempo y en mejor estado, ya que yo iba casi arrastrándome por sus galerías. Tiene todo un sector dedicado al antiguo Egipto donde se montaron un templo entero que se trajeron de allá; otro greco-romano, lleno de estatuas y ánforas de figuras rojas y figuras negras; otro de Sudamérica; otro de Asia y Oceanía, y así. Después viene la parte de las pinturas, que las tiene de todo el mundo y todos los períodos. En la sala impresionista me pareció reconocer el Monet que se afana Pierce Brosnan en El Caso Thomas Crown. Me fui cuando era claro que el estado de mis pies no me dejaría seguir caminando mucho más. A la salida se me ocurrió dar un paseo en sulqui por el Central Park, pero me pareció muy ñoño, entonces agarré y me fui para el downtown, donde había lugares que todavía no había visto bien. No sé cómo hice pero jugándome el resto seguí caminando bastante por ahí. Anduve por el distrito financiero y pasé por el City Hall Park; de pronto me topé a mi derecha con la Supreme Court Courthouse, en cuyas escalinatas mataron a Emilio Barzini de dos balazos. Luego me fui acercando al barrio chino y también anduve por lugares que no había visto. Al fin, como ya era hora, fui enderezando para el hotel donde recogí el equipaje y me tomé el tren para el aeropuerto, donde sólo lamenté que no fuera el aeropuerto de Miami, si no también podría haber visto el lugar donde mataron a Hyman Roth y Rocco Lampone, pero bueno, no se puede todo en la vida.


El viaje de vuelta fue bastante tranquilo, sin tantos llantos, y con la ventaja del asiento de al lado desocupado, por lo que pude extenderme en forma cuasi-horizontal y dormir un poco, para llegar en mejor forma a disfrutar de esta hermosa primavera porteña.

Salute!

viernes, 19 de noviembre de 2010

Crónicas bostonianas

A pedido del público, y como no podía ser de otro modo, vuelven las infaltables crónicas, esta vez en formato facebook, ya que hay que estar a tono con los tiempos.


El pasado domingo, después de un largo y apacible viaje, o mejor dicho dos, sólo alterado por las quejas de una criatura que manifestaba insistentemente sus disconformidad a ser separado de la tierra que hace tan poco lo vio nacer, y cuyos padres parecían aplicar a rajatabla el método Ferber, arribé a la ciudad de Boston, que al igual que Tucumán, es considerada cuna de la independencia, aunque sin empanadas.

No más llegar me dirigí a la oficina de Hertz, ya que tenía reservado un auto de alquiler para movilizarme por acá. Ahí tuve que discutir con una empleada que no me quería reconocer mi licencia de conducir, por ser de provincia, pero finalmente ser rindió ante la evidencia. Me tocó un Toyota Camry color rojo, del cual me costó no poco desprenderme, y de hecho estuve pensando seriamente en cómo hacer para llevarlo rodando hasta Parque Patricios evadiendo los doce controles fronterizos. Aun así, los primeros minutos de esta relación fueron algo conflictivos, y me llevó cierto tiempo adaptarme. Reviví por momentos mi experiencia en Jordania con el recordado Salami, pero al final me acostumbré bastante pronto, y gracias a él y al valioso GPS conseguí llegar a sitios a los que nunca podría haber llegado de otra forma. No fue así, sin embargo, el primer viaje hacia el hotel. Parece que en la dirección que publican en internet estaba mal la localidad, y así fue que el GPS no encontró esa dirección. Yo tenía que ir al número 25 de una avenida, y me dejaba elegir sólo números del 400 al 500. Yo dije, ma’ sí, le clavo 400 y una vez ahí bajo hasta el 25 y pelito para la vieja. Craso error. Pronto me di cuenta de que las numeraciones acá están alejadas de todo sentido común. Pereciera que repartieron los números al tun-tun sin ningún orden ni concierto, así que después de dar varias vueltas por las inmediaciones tuve que reconocer, muy a mi pesar, que me hallaba extraviado. A todo esto, eran las cuatro y media de la tarde y comenzó a anochecer. La noche se cerró sobre un camino suburbano sólo rodeado por bosques, y alguna que otra cabaña cada tanto. Era el escenario ideal para que surgiera Jason cierra en mano. Hasta un lago había. Ahí recordé la vieja frase “preguntando se llega a Roma”, pero no supe bien de qué me valía, ya que mi intención no era dirigirme a Roma, por lo menos en ese momento, pero pronto me di cuenta de que si se podía llegar a Roma, lo mismo se podría intentar llegar a cualquier otro lado con solo cambiar el nombre del destino deseado al hacer la pregunta, y puse en práctica esa teoría en una estación de servicio que encontré. Para mi sorpresa, la teoría funcionó y a los pocos minutos ya estaba haciendo mi ingreso al hotel. Mi siguiente desafío fue conseguir algo para comer. En el hotel ya no servían porque sólo ofrecen desayuno, y en los alrededores no había más que bosques. Menos una construcción medianamente iluminada que se veía en la distancia y que daba la impresión de contener comida en su interior. Me dirigí raudo hacia allí, esperando encontrar aunque sea una hamburguesería, o algo así, y me topé con un cartel que decía “La casa de Pedro – latin cousine”. Me clavé, ni lerdo ni perezoso, unos medallones de cerdo con un preparado alrededor que parecía ser una fusión de la cocina de todas las regiones al sur del Río Grande. Aún así estaba sabroso, y después de eso, siendo recién las siete de la tarde, pero agotado por el viaje y acusando la falta de sueño por culpa de Ferber, me retiré al sobre.

Al otro día me apersoné, GPS mediante, al lugar donde tenía que tomar el curso, sin grandes dificultades, mitad porque era cerca y mitad porque se ve que acá sí la dirección estaba bien escrita. A la noche de ese día (la noche acá da comienzo a las cinco de la tarde) me dirigí a las instalaciones del MIT (Massachusetts Institute of Technology) no porque me moviera un interés científico sino porque me habían pasado el dato de que por ahí se hacía una práctica de tango. Encontré el edificio bastante fácil, pero no así la practica en sí. Después de recorrer varios pasillos y escaleras, me pareció reconocer el grave rezongar de los fuelles en la distancia. Hacia allí fui, y efectivamente, me encontré en un saloncito a un pequeño grupo de personas bailando tango. Sin embargo, grande fue mi sorpresa cuando nomás verme entrar me dijeron sin dudar: “No, acá no es. Es en el sexto piso”. Fui entonces al sexto piso, y ahí sí se estaba armando una práctica mucho más grande, que poco a poco se fue poblando de ansiosos bailarines.

Al otro día, martes, contrastando la información que yo ya tenía con la que me pasaron el lunes, me fui para el barrio de Cambridge. Primero me clavé unas croquetas de papa con una cerveza de no sé donde en la taberna Bukowsky y luego, ya satisfecho el apetito, hice presencia en la milonga de la Lylipad Gallery, que era un lugar de reducidas dimensiones aunque bastante interesante, con la ventaja de que ya conocía a algunas personas, lo que me hacía sentirme ya casi parte del ambiente.

El miércoles, en cambio, enderecé para Somerville, que suena lejos pero es todo ahí adentro de Boston. Primero hice una parada en el pequeño restaurante Machu Picchu, donde di cuenta de unas brochetas de pollo a la huancaína con una cervecita Cuzqueña que sentó bastante bien; y luego me fui para la Dance Union, donde tenía lugar la milonga de los miércoles. Ahí había bastante gente, aunque hay que decir que las damas presentes ya no se cocían al primer hervor, por no decir que sus respectivas edades difícilmente se encontraran entre los números de la ruleta. Aún así me quedé un rato, porque en el fondo eran amables, y se preocuparon de presentarme a otras personas (sobre todo a otros argentinos, por alguna razón), y así, de presentación en presentación, se fue haciendo la hora de irse.

El jueves tocaba otra ven en el MIT, así que fui ya con más seguridad. Sin embargo, al llegar al lugar donde se había hecho la práctica el día lunes, me encontré con un grupo de personas bailando tango que nomás verme me dijeron: “No, acá no es. Hoy se hace en otro lado”, y a continuación me dieron una larga serie de indicaciones, en inglés, sobre cómo llegar. Por alguna razón, llegué. El salón este era mucho más grande que el del lunes y también había mucha más gente. La milonga se extendió hasta las once de la noche, hora en que ya es más que prudente retirarse a dormir, más no se les puede pedir. A la salida me invadió un apetito voraz, y ya estaba pensando en cómo hacer para encontrar comida a esas altas horas de la madrugada. Por suerte, como en el MIT está lleno de inventores, se ve que inventaron los locales que cierran tarde, y así fue que encontré un lugar que hacían burritos, y me clavé uno de cerdo. La vuelta de ese día fue un poco accidentada, porque el GPS se pegó un viaje y empezó meta mandarme por un túnel para acá, por un puente para allá, otra vez para el otro lado, vueltas en redondo, etc. (Cabe aclarar que durante todos estos días, gracias a deslindar responsabilidades en el GPS, yo nunca llegué a saber donde estaba parado). En una me quería hacer meter un una autopista con peaje. Me negué rotundamente a pagar peaje a la vuelta, siendo que no había pagado a la ida, y traté por todos los medio de evadir esa alternativa. La mejor solución que encontré fue alejarme de ahí lo más posible hasta que al tipo se le ocurriera diagramar otra ruta. En una me vi arriba de un puente que desembocó de pronto en un lugar muy parecido a Dock Sud. En un momento hasta se acercó uno a pedirme una moneda, haciendo con los dedos índice y pulgar el clásico gesto de un circulito. Lo dejé en una nube de polvo que todavía debe estar tosiendo y me alejé lo más rápido que pude. Cuando me pareció que el GPS había recobrado la cordura, le volví a hacer caso, y así finalmente llegué al apacible hotel.

El viernes ya tuve día libre, así que me dediqué a recorrer un poco. Fui primero al museo de ciencias, que estaba muy bueno pero me habría gustado más visitarlo hace quince o veinte años. Después hice el Camino de la Libertad, que es un recorrido a pie por el centro de Boston con una guía que va relatando sucesos históricos de interés. A la salida de ahí fui otra vez para el MIT, pero no a una milonga, si no al pequeño museo que tienen, donde exhiben prototipos de robots, inventos raros, y otras cosas por el estilo. Después intenté ir al Museo de Bellas Artes, pero por alguna razón ese día cerraba temprano y ya se estaban yendo todos, así que me salve de pagar el precio exorbitante que exigían como entrada. Al anochecer, después de un baño reparador, me fui para el barrio de Medford, a una milonga que estaba bastante bien, y creo que fue en suma la mejor que conocí acá.

Al otro día ya no tenía mucho tiempo de hacer nada porque el vuelo a New York salía al mediodía, todavía tenía que devolver el auto, y no quería andar a las apuradas. Así que desayuné y me dispuse a comenzar a escribir la presente crónica que aquí llega elegantemente a su fin.

Salute!