lunes, 16 de febrero de 2004

Crónicas parisinas I

El Tajo es más bello que el río que pasa por mi aldea,
pero el Tajo no es más bello que el río que pasa por mi aldea,
porque el Tajo no es el río que pasa por mi aldea.
Fernando Pessoa

Carancanfunfa se hizo al mar con su bandera
y en un pernó mezcló a Paris con Puente Alsina.
E.S.Discépolo, El Choclo
Hola, cómo les baila?

Yo acá estoy, tratando de adaptarme a la vida parisina, lo cual no me resulta muy fácil que digamos, sobre todo para hacerme entender, y eso que me esfuerzo. Lo que pasa es que estos franceses tienen el oído muy cerrado y les cuesta mucho entender a alguien que no hable con el acento al que están acostumbrados. Así y todo me las estoy arreglando bastante bien para viajar, comer y hacer todo lo necesario.

En el trabajo por suerte, como hay más variedad étnica que en la sede de la ONU, hay muchos que hablan inglés; o no tanta suerte, porque a algunos es más difícil entenderles en inglés que en su lengua nativa, sea cual fuere. A mi, por ejemplo, me pusieron a trabajar con un rumano, con el que mal o bien nos estamos entendiendo bastante, por lo menos en los temas laborales, y es que mucho más no hablamos. Yo tengo ganas de preguntarle si es descendiente de Vlad Tepes, el Empalador, pero a lo mejor se enoja, y en ese caso mejor que no lo sea. Lo que estoy haciendo es tratando de averiguarlo por mi cuenta, sin que lo note (porque estoy seguro de que si es rumano no le queda otra que ser descendiente directo del sangriento conde Vlad Dracul); entonces estoy pensando en preguntarle, por ejemplo, si le gusta la salsa provenzal y si hace cara de asco, confirmado; o directamente exponerle una cruz en plena cara, a ver el grito que pega. Ahora que pienso, desde que llegué a Paris que está nublado, así que nunca lo vi expuesto al sol directo; esa es una buena señal, ya lo quiero ver cuando se despeje, a ver dónde se mete. En fin, ya los mantendré informados de mis averiguaciones.

Otro tema interesante es el de las milongas. En estos días, y mediante un complejo modus operandi que no viene al caso revelar en este momento, conseguí los datos de varias milongas parisinas donde ahogar la nostalgia entre copas de pernó. Así fue que ayer me apersoné por primera vez en una de ellas, con una prudente expectativa. Quedaba en un barrio bastante alejado, al que llegué mediante tres combinaciones de metro, ya que yo también estoy en un barrio bastante alejado. Para mi sorpresa, el lugar era un restaurante kurdo, en cuya planta superior se organizaba tan amena reunión danzante. Llegué temprano, a eso de las nueve, por lo que no había mucha gente, con lo cual mi expectativa, aunque prudente, amenazaba con ser exagerada. El lugar era chico y de techo bajo, con una serie de cuadros sobre las paredes de dudoso valor artístico. Había dos o tres parejas bailando y un señor mayor, de traje marrón, que, en la penumbra reinante, se dedicaba a observar los cuadros minuciosamente, alumbrándolos uno por uno con una linterna, que entre cuadro y cuadro procedía a guardarse en el bolsillo, extraña actividad que me produjo la misma sensación de irrealidad que la lectura de Kafka. Al rato, por suerte, la pista se fue poblando con más gente y la realidad fue ganando terreno. Sin embargo, más tarde, la realidad se vio nuevamente amenazada cuando distinguí entre los presentes al famoso y nunca bien ponderado milonguero y coiffeur (anche pintor y letrista) Juan Carlos, quien hace siete meses que está recorriendo toda Europa vendiendo fotos y peinando cabezas. El hecho es que fue la única persona con la que pude hablar de corrido, ya que acá, al problema de entenderse bailando, se suma el de entenderse hablando. Por ejemplo, de las personas que conocí, había algunas que balbuceaban un castellano muy rudimentario, con las cuales algo me pude entender, otras hablaban inglés, y el resto no hablaba más que francés, con lo cual no quedaba otra que hablar en una especie de lengua prebabélica con apoyo gestual, que a la larga tampoco servía de nada pero resultaba divertido. Así, entre pasos de baile y muecas, fue pasando el tiempo hasta que fue hora de irse. A estas alturas el metro ya no funcionaba, por lo que no me quedó otra que tomarme un taxi y hacer frente a las onerosas consecuencias. Lo único bueno fue que al subir al taxi y decirle al tachero "Porte d'Orléans" me entendió nomás en el segundo intento, con lo cual vine a comprobar que los franceses están empezando a afinar el oído.

Así al fin llegué al hotel, donde después de un breve pero reparador sueño, quedé listo para una nueva jornada laboral con mi amigo el conde, quién hoy apareció con un chichón en la frente, ya que según dice, se levantó de golpe al oír el despertador y se olvido de abrir la tapa.

Bueno, saludos para todos y hasta pronto,

Diego.


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